lunes, 16 de febrero de 2009

Camino de la Nada. Un capítulo para degustar...

CAMINO DE LA NADA

 

 

-  ! Parece mentira! Gritó el minero que marchaba adelante. Nada más ayer, cuando pasábamos de ida, este hueco estaba lleno de gente. Hoy, miren, roca sobre roca. Nada más que piedras y olor a muerto.

 

- ¿Cuántos muertos habría? Preguntó un hombre desdentado que aparentaba sesenta años, aunque su cédula fecha su nacimiento en hace muchos menos de cuarenta.

 

- ¿Quién lo puede saber? Dijo entre dientes quien primero había hablado, un joven de 23 años que hacía poco arribaba al pueblo lleno de ilusiones. “En Segovia te das con las barras de oro en los tobillos” le habían dicho. Nada más lejos de la realidad. “Acá es con la miseria y la esclavitud que te das de narices” era su conclusión. - Pero que hubo muerto, hubo muerto. Sentenció.

 

Siguieron la tortuosa senda que serpentea dentro del socavón, en ascenso, a gachas unas veces, otras reptando a través de los filosos peñascos que llegan a cortar pedazos de piel, con una catanga a cuestas, la cual parece multiplicar geométricamente su peso con relación a los metros de recorrido, mientras lacera la espalda  con sus punzantes aristas.

 

- Qué desgracia la nuestra, tanto trabajo para llegar allá arriba y tener que entregar estas benditas piedras a los que no se esfuerzan por conseguirlas. Dijo con voz quejumbrosa un esquelético minero, cuyos pómulos parecían salirse de la piel, con la cara demacrada y una cicatriz en la frente, causada quizá por una roca en alguna jornada de ardua e ingrata labor.

 

Atrás del pequeño grupo marchaba pujando como un animal mal herido, el más joven de todos aquellos machuqueros, quien a sus dieciséis años decidió dejar de estudiar para “rebuscarse con que invitar a la chacha a fresco” y se fue a trabajar a las minas. Era fornido, simpático y solidario; con un rostro de niño aún, a quien le gusta bromear y tomar de manera alegre los avatares de aquella labor, que todavía no mina ni sus ánimos ni su estado físico. Dejando oír su voz aún no definida totalmente, con un dejo de adolescencia, casi gritando, afirmó: - De todas maneras no veo la hora de salir, para moler estas arenas y recibir el billete. En un bar hay una “nena” que me tiene medio loco, y pide mucho la infeliz; pero voy a llegar con suficiente plata para darle lo que pida y hacerla sentir como una reina. Así yo seré el rey mi parce. ¿Si o no?

Todos continuaron callados por un rato. Sólo se oían los gemidos que el esfuerzo causaba y el cansancio iba aumentando en intensidad y frecuencia. La respiración se acortaba y alguna que otra maldición cruzaba el aire enrarecido de la mina.

Esa era la triste historia de aquellos hombres. Cada uno a su manera se “mataba” casi toda la semana tratando de sacar de aquel socavón de invasión, que desde hacía más de 100 años era explotado por una empresa de origen extranjero, pero que ahora estaba lleno de hombres con la acuciente necesidad de  obtener unos pesos para sostener a sus familias; pesos que sin embargo iban, en su gran o absoluta mayoría, a parar a las cuentas bancarias de los dueños de los bares y  lupanares del pueblo. Dejaban su vida en las minas llenas de peligro, su dinero en las mesas y los lechos de los antros y su salud entre las piernas de las prostitutas. El sinsentido consagrado a la circularidad cotidiana del “matarse en el socavón para acabarse de matar en el lupanar predilecto”.

Allá afuera los esperaban los gamonales, quienes lideraron la invasión y les cobran el “impuesto” por permitirles ingresar a la mina, tomando la mitad de la cantidad de material aurífero que logran sacar a la superficie. Son quienes verdaderamente obtienen usufructo del trabajo agotador y riesgoso, en una excavación insegura a la que le remueven su poca seguridad, pues es en los pilares naturales dejados por los ingenieros, en las llamadas popularmente “cuñas”, donde el minero invasor encuentra el material con valor, ante la ausencia de verdaderas frentes de explotación, de vetas para avanzar.

Al ver la luz que indica la proximidad de la bocamina, todos hacen una mueca que intenta ser sonrisa. Afuera los esperan los esclavistas: el cobrador del impuesto y, más allá, en el poblado, el dueño del bar...

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La ancianita se levantó presurosa apenas sintió el ruido en la puerta. Su corazón saltó de alegría porque sabía que llegaba su muchacho. Gracias a la Virgen del Carmen, sobrevivía otra jornada más de los peligros de la mina y de la calle. Ella, nadie más, se lo traía con bien haciendo caso a sus eternos ruegos y rosarios.

-          ¿Qué hace levantada mamá? ¿Usted es boba? Ya sabe que a mi no me pasa nada, ¿para qué me espera?

-          No mijo, yo estaba acostada. Dijo sonriendo bondadosamente. En sus ojos se veía reflejada la luz del candil, proyectando todo el amor que sólo una madre siente.

-          ¿Va a comer?

-          No, vieja. La Rosario me dio comida.

-          ¿Sigue viendo a esa sinvergüenza? Usted no hace caso. Qué tristeza. Va a desperdiciar su juventud y su vida…

Marco no la oyó más, en medio de hipos y ronquidos diluyó las palabras de doña Eunice. Su borrachera lo hacía insensible a “la cantaleta” de su madre.

Esa noche Marco soñó que se encontraba con Rosario en un almacén de ropa fina y le compraba un hermoso vestido, el más lindo que jamás había obtenido y ella lo retribuía con besos y sonrisas. A cada cosa bella que le compraba ella le cuchicheaba promesas de amor y sexo. Él le pedía que ahora que le podía dar de todo le prometiera no acostarse con más hombres…

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La verde colina que enmarca el panorama de la casa se ve matizada por los rayos del sol. Empieza el hormigueo de la gente calle abajo y a través de la ventana abierta por Soledad, el candente sol incomoda a Julio César. Éste se remueve en la cama lanzando maldiciones y sintiendo su cabeza explotar como un globo. La resaca lo convida a seguir durmiendo mientras Soledad le dice: “Levántate Julito, tus compañeros han venido a buscarte para ir a la mina”.

Julio César se levanta lentamente lanzando improperios contra la vida, su mujer y compañeros. Lava su cara y mira a través de la neblina de su intermitente dolor de cabeza como fluye un nuevo día y se hace tarde. No recibe más que agua helada y sale sin despedirse, como si Soledad tuviera la culpa de su malestar, aquel mismo causado por la borrachera en la cual se gastó lo que había conseguido en la semana. Ella se queda mirando el camino por donde se fue, suspira y sacude su cabeza tratando de alejar su tristeza… ¿quién me habrá mandado? Se pregunta.

 

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El gélido aire de aquellas altas montañas acaricia las mejillas de manera traicionera, pasados unos días se cambia de piel y se siente el resquemar del cálido sol de tierra fría, el mismo que sonríe en las mañanas y se anhela en las heladas noches. Allí se siente como en ningún otro lugar la ausencia del calor afectuoso de un hogar, aunque los curas insistan en que el seminario conciliar empieza a ser un verdadero hogar cuando se tiene vocación.

Los largos pasillos de los cuatro pisos del claustro muestran unas gastadas baldosas sobre las que han deambulado miles de sueños en su más de medio siglo de existencia. Los jóvenes recitan el rosario, con los brazos cruzados en la espalda, todas las noches, caminando lentamente y con la cabeza agachada, como si sintieran una gran tristeza o una inconmensurable vergüenza.

-          ¿Ya rezaste? Pregunta Román, asomando medio cuerpo a través del hueco de la puerta del cuartucho donde pernocta Andrés.

-          No, todavía no. Pero demos al menos un paseo para estirar las piernas. Toda la tarde he leído y estoy aún entumecido. Qué bendito frío, hermano.

Andrés sale cerrando la puerta tras sí. Se esculca los bolsillos buscando su llave y lanza un corto suspiro de tranquilidad. Ofrece un cigarrillo a Román y enciende otro. Una bocanada de humo multiplicado por la neblina ambiente es su oración, mientras camina callado al lado de su amigo.

Dados varios pasos interroga Román: ¿Qué estás leyendo ahora?

Andrés lo mira con una sonrisa forzada y le dice en voz baja: “Al maestro”

-          Ahhh. Responde su compañero prolongando la expresión, como entendiendo que es algo trascendental.

-          Ya sabes. Leerlo es una maravilla que deprime, y más en este ambiente mediocre de espiritualismo forzado.

-          Quien creyera. No se puede encontrar a Dios si no es a través de la nada. Dice Román mientras escudriña en el horizonte alguna luz que le ilumine, seguramente.

-          Sólo en la nada… ummm… que no te escuche el padre Alfonso.

-          Ya lo veo fingiendo indignación, con sus ojos saltones tras las gafas de fondo de botellas.

-          Jajaja. Ríe de manera ruidosa Andrés.

-          Nos harás regañar por no estar rezando.

-          No Román. El hombre es el animal que ríe, por eso mismo Dios debe tener un gran sentido del humor. Y si no fíjate en esto,  ¿Por qué iba Dios a crear un ser que se ríe, si no ha de ser para reírse con él?

-          Y de él.  Enfatiza Román.

-          Exacto. Quizá la mejor oración es la risa. Amigo, ríete hasta de ti mismo, porque tu creador hace rato lo está haciendo. Este sainete, como característica del género, tiene un solo acto, el cual representamos en el intermedio de la gran función: la nada. ¿Un Dios bromista? Te preguntarás. Pero no es así. La broma nos la hacemos nosotros mismos, esperando eternidad, cuando debemos estar agradecidos por este lampo que hemos recibido. Maravillosa oportunidad de construirnos, de hacernos, de darnos la esencia, ya que nos regalaron existencia.

-          Estamos de regreso a la nada. Sentenció Román, arrojando lejos la colilla del cigarrillo.

Continuaron caminando. “Camino de la nada”. Musitó de manera casi imperceptible Andrés.

-          ¿Qué dices?

-          Nada, hermano, nada.

Pasar del nihilismo pasivo al activo, qué fácil, ¿no? Dejar de creer en lo que allí se creía y empezar a aceptar la nada como único horizonte. Román a ratos no entendía a Andrés. Aunque su más grande amigo, en algunas ocasiones se le aparecía como un ser enigmático y desconocido. ¿Qué hacía allí? ¿Qué buscaba en el seminario si parecía no creer en el cristianismo y mucho menos en las prédicas de los formadores? Ya una vez se lo había preguntado y la respuesta sonriente de su joven compañero fue “En mi casa no hay una biblioteca tan inmensa, hermanito”.

Andrés lo observó de reojo y pareció adivinar su pensamiento.

-          La clapsidra de Nietzsche, el reloj de agua, en la Gaya Ciencia. Todo vuelve, mota de polvo.

-          ¿Qué?

-          Estás allí pensando qué demonios hago aquí. Y te aseguro amigo que aunque no lo creas quiero estar acá.

-          Porque la biblioteca es inmensamente grande

-          Y los curas son más ateos que cualquiera.

-          No digas tonterías. A veces pareces loco.

-          Un Diógenes, un cínico, pero no orate, el no lo estaba. Quizá Nietzsche lo estuvo toda la vida a causa de la sífilis. Pero la única enfermedad de transmisión sexual en realidad es la vida, por eso hoy a la gonorrea, la sífilis y tantas otras las llaman infecciones y no enfermedades. Jajajaja. Cada día somos más precisos.

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Marco se sentó en la cama nada más oír el grito. Todo estaba en penumbra. Su cama mojada por la copiosa sudoración nocturna le pareció extraña. ¿Dónde estaba? ¡En casa! ¡Y el grito que provenía de la otra habitación era de su madre!. Se estremeció, caminó a tientas y encontró la puerta, salió hasta un pequeño pasillo y gritó. “Mamá”. Nada se escuchaba. “Mamá”, repitió ya con un dejo de preocupación. Llegó hasta la puerta de madera de la habitación contigua, única fuera de la suya que había en aquella casita hecha de tablas y zinc. “¿Mamá?”. Dijo nuevamente pero con un tono tímido y angustiado, como temiendo algo terrible.

-          ¿Hijo?  Se escuchó desde el interior la voz de su madre. ¿Qué le pasa?

-          Que me asustaste. Gritaste muy fuerte. ¿Estabas soñando?

-          Si, hijo. Desde hace varios días estoy teniendo unas pesadillas espantosas.

-          ¿Pesadillas?

-          No te preocupes, estoy acostumbrada. Según doña Martina esas no son más que reflejo de mis angustias y mis miedos.

Marco Tulio sintió por fin la resaca. Un dolorcito persistente entre sus sienes y una sed descomunal.

-          ¿Hay agua helada en la nevera?

-          Si, hijo. ¿Para eso no fue que me la regalaste el día de madres?    Me acuerdo muy bien que me dijiste: para que haga cremas y bolis y nunca me falte el agua helada para mis guayabos.

Marco ya estaba llenando a tope un cilíndrico vaso de cristal, el que quedaba aún de otro regalo el día de madres, se lo había dado con los pesos conseguidos machando una mina de don Pedro, el viejo minero amigo de su difunto padre. Don Pedro nunca lo había abandonado, le daba trabajo y consejos. El primero lo tomaba como un hombre, los segundos no, porque el anciano no comprendía que él estaba en plena juventud, y todavía debía quemar las etapas que el viejo asegurador de minas parecía no recordar cuando le recomendaba “dejar de joder con las vagamundas”.

-          Si tiene mucho dolor de cabeza, hijo, creo que todavía hay una papeleta de efervescente en el tocador.

Sin decir nada Marco se acercó al viejo tocador de lata y vidrio, donde su madre tenía organizadas, como sólo ella sabía hacerlo, las pastillas y jarabes sobrantes de anteriores recetas médicas, junto a las peinillas, desodorante y loción de su hijo. Mientras veía como se disolvía la pastilla efervescente en su borboteo y feria de burbujas, Marco recordó que había comprado aquella loción porque un día entró un doctor a la cantina y la Rosario dijo que lo que más le agradaba de un hombre es que oliera bueno. Él no tuvo reparo en acercarse al hombre bien vestido que ocupó una silla en la barra y sonreía a todas las mujeres buscando la más apetecible para llevarse a su apartamento esa noche. Le preguntó la marca del perfume masculino que tanto agradaba a Rosario, y aquí está en el tocador suspendido de la pared del patio de su casa. Costoso, pero valía la pena, desde que lo compró sólo lo usa cuando va a visitar a su amada.

-          ¿Qué hora es? Preguntó a su madre, limpiando la parte exterior de su  boca, donde quedaron minúsculas partículas de la pastilla que tomó aún sin acabar de disolverse en el agua.

-          Las cuatro y media, mijo. Debería volverse a acostar, a las seis lo llamo para que vuelva a meterse a ese hueco.

-          Maldita sea. Sí. ¿Quién me mandó a ser pobre?

-          ¿Quién  lo mandó  a no hacer caso y estudiar?

-          Y quién  la mantenía a usted vieja.

Su madre no respondió. En su fuero interno pensó: “Don Pedro, mijo,  al fin y al cabo lo que usted se consigue no alcanza si no para la puta de Rosario”.  Sin embargo   le dijo con dulzura:

-          Duerma otro poco, hijo.

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Aquella horrenda noche cuando el hemaducto segoviano se rompió y el rojo sangre fue el color predominante, Julio César estaba departiendo en uno de los bares de la calle principal. Sintió las estruendosas explosiones y los disparos cercanos como si fueran dirigidos a él. Corrió como conejo asustado a meterse al orinal, pero allí estaba ya casi la totalidad de los parroquianos que a aquella temprana hora departían en ese lugar. Rebotó contra un hombre como de cien kilos y pelambre de león, se acurrucó y empezó a rezar. ¿Qué pasaría? Y Soledad ¿qué estaría haciendo? Ojalá y no sea algo grave, que no sea la guerrilla la que está tomándose el pueblo.

Fue una espantosa noche en la que asesinaron cuarenta y cuatro personas …